Al salir de la facultad llovía, llovía a mares.... llovía... y yo sin paraguas. Comencé a correr, y la lluvia no paraba de golpearme, el viento me zarandeaba y los pies, mojados y entumecidos, se quejaban. Creí que me escurría. Navegaba en un mar de lluvia, naufragando en cada portal, en cada hueco, en cada techado. Cada vez que salía del lugar que me resguardaba y el agua me golpeaba sentía que me quemaba. Estaba empapada.
Empecé a correr, corría apenas sin mirar hacía adelante intentando huir de aquella lluvia que me arrasaba. Y, en ese momento, un destello me iluminó la mente. ¿Por qué corro? ¿Acaso no me baño con agua cada día? ¿ Acaso no es el agua lo que me mantiene viva? ¿Acaso no es el agua la que me hace relajarme en la playa? ¿No es ese mismo agua la que me ayuda a desahogar mi agonía en la piscina? Entonces ¿Por qué corro? ¿Qué pasa si me mojo? Paré en seco y comencé a caminar hacía mi destino, lentamente, paseando como si hiciera un buen día. Y, en verdad, lo hacía. Un buen día de lluvia.
Ese mismo agua que hacía apenas unos segundos me abrasaba ahora me llenaba de vida, el pelo caía mojado sobre mi camisa y en mi rostro se dibujaba un sonrisa, una carcajada, una risa. En tan solo un momento, la lluvia había pasado de ser mi enemiga a mi amiga. ¿Qué era lo que había cambiado? Yo misma.
A veces, vemos ante nosotros una circunstancia un hecho que nos ahoga, nos agobia, pero, ¿Realmente es éso lo que nos agobia o es nuestra forma de ver las cosas?

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