Perdonar es de valientes, pero también de inteligentes, de
personas abiertas y tolerantes… y yo puedo sentirme orgullosa de haberlo hecho.
Orgullosa porque, perdonando, no sólo la perspectiva cambia, sino que los tonos
pardos se vuelven más vivos y la paz lo inunda todo.
Sobre todo si perdonas a personas con las que habías tenido
una relación profunda: de amistad, familiar, de amor… Porque, si en algún
momento tuviste una relación con esa persona fue porque valió la pena, porque
era alguien tan especial que consiguió arrancarte lo más valioso en esta vida,
lo único que no podemos conseguir aumentar por nada del mundo, el tiempo. Nuestro tiempo.
Y, si es así, perdonando consigues que los recuerdos sean más
coloridos, más vivos, más reales... al no estar impregnados de ese rencor que lo
emborrona todo. Ese rencor que aparece cuando no lo conseguimos. Un sentimiento muchas veces incontrolable, que sólo podemos hacer desaparecer
cuando perdonamos.
Y, aunque el perdón no es fácil, aunque a veces lo parezca. Es
algo tan hermoso que nos permite cambiar nuestro punto de vista. Porque cuando
la relación con una persona se acaba no tiene porqué romperse para siempre,
puede, ¿por qué no? Transformarse, cambiar, mutar… Quizás una persona no está
hecha para ser tu pareja, pero si podría
ser tu mejor amigo. O puede que un amigo sea la persona que realmente debería amar.
O quizás deberíamos dejar las etiquetas, los estereotipos y, simplemente,
dejarnos llevar por las emociones, no poniendo las tradicionales barreras a las
relaciones… sino las nuestras propias… porque todas las personas son un mundo,
porque no hay una relación igual…
Quizás deberíamos dejarnos llevar, suena demasiado bien para
no intentarlo, ¿no crees?
